Tradicionalmente se ha entendido que la capacitación para la vida es el aprendizaje “con salida laboral”. Lo establecido es: los jóvenes deben aprender oficios o formarse profesionalmente para trabajar, para “ganarse la vida”.

Hasta mediados del siglo 20, la división social del trabajo preparaba a las niñas para los oficios de la casa. Un apresto que incluía el desarrollo de cualidades  que podían ser atractivas para los hombres (conversación,  piano, baile, decoración) y las propias de la  maternidad responsable (nociones de cuidados médicos para grandes y chicos, criar niños, atender la casa, “coser, bordar y abrir la puerta para ir a jugar”). Los hombres debían saber defender a su familia y aprender una actividad que los habilitara como proveedores de su pequeña, o no tan pequeña, tribu.

La sociedad humana siempre  toleró un pequeño margen de “desadaptados”: los artistas en sus variadas expresiones y los marginales por rechazo o por incompetencia. Los pensadores  y los educadores recibían un  respeto que no se correspondía con las remuneraciones.

Todo lo anterior, en trazos muy gruesos y sólo como introducción, es una caricatura  de la educación del siglo 18 que ha llegado casi intacta hasta nosotros.

En la actualidad, la mirada sigue siendo externa -sobre las cosas que hay que tener o aprender- y destinada al cumplimiento del mandato de la especie: la reproducción exitosa. Así, la educación oficial en todos sus niveles (primario, secundario, terciario y post grado) es información sobre el mundo exterior, sobre el contexto del individuo. Una «Mirada Externa». Un aspecto insoslayable pero que soluciona -cuando lo logra- apenas una parte de lo necesario.

Una educación que tenga en cuenta la vocación y busque el desarrollo máximo del potencial individual en relación a un conjunto, no está instalada todavía. Aunque el humanismo universalista actual lo tiene como una de sus metas y brinda herramientas y programas cada vez más específicos, aún no logra la incorporación a los programas de estudio.

Es así porque el cambio requiere una mudanza de mirada. El ser humano opera en el mundo con un instrumento que, paradojalmente, desconoce: él mismo. Se trata de  una integridad psicofísica pero -hemos visto- a la que sólo se le proveen datos externos. Se dirá que la ética -un campo de resolución individual en cuanto a su aceptación o rechazo- enmarca las aspiraciones y actividades haciendo que sean previsibles y ajustadas al conjunto social en que se desenvuelven. Aceptado. Pero la mirada sigue siendo externa.

El ser humano debe conocerse a sí mismo, completar el desarrollo de sus facultades y dedicar tiempo al desarrollo de los aspectos positivos que conozca y descubra;  debe conocer su “paisaje de formación”, un legado de generaciones anteriores que no siempre es útil para un mundo en cambio constante y acelerado, y resolver qué acepta de él y que sustituye, a la luz del momento histórico actual; debe conocer y operar técnicas precisas de ahorro y manejo energético; debe aprender a planificar su vida y no sólo una actividad y, sobre todo, decidir en libertad cuál es el sentido que quiere darle o quiere que tenga su vida. Más allá  -sin excluirlo-  del mandato biológico. Sin duda, el ser humano es más que su “programación natural”: es libertad e intencionalidad.

El sistema de Autoliberación cubre ese vacío y el Movimiento Humanista utiliza esta herramienta. Hay un libro disponible y hay instructores que desarrollan talleres y cursos progresivos con resultados inmediatos. Los que están en el contexto de la preparación de los voluntarios humanistas son  gratuitos y sólo tienen la contrapartida de pasarlos a otros del mismo modo.  Así, dando lo que se recibe, se cierra el círculo virtuoso de la capacitación para la vida.