Últimamente mis amigos han adoptado una costumbre que me contraría profundamente: se mueren. Una práctica repetida que se está volviendo frecuente.
A cada rato encuentro, en mi lista de contactos, nombres que -presuntamente- ya no van a responder una llamada telefónica. Pero los conservo. Me parece una falta de respeto quitarlos y cada vez que veo esos números se dispara una evocación que me comunica con ellos. Eso, sin contar que una vez recibí un llamado telefónico y al mirar la procedencia vi el nombre de una gran amiga que había partido hacía ya un tiempo. Lo miré un instante, lo mostré a quienes estaban conmigo y atendí. Era su hijo, utilizando el aparato de la madre, para contarme cosas de su vida y, sobre todo, de su orfandad. Conversamos y fue útil para los dos. ¿Alguien duda de que ella estuvo presente?
A Eduardo Carlos Lemos, el “Gato Lemos”, no voy a darlo de baja de mi lista de contactos. Con el Gato nunca se sabe. Se murió ayer, 27 de agosto, a pesar de que le había escrito conminándolo: “Gato, no los hagas! Quiero hablar con vos en enero en Punta de Vacas.” Ni puto caso.
La muerte de Eduardo, uno de los amigos que se sumó a los primeros grupos de Silo -tuvo con él una particular relación-, fue participada por él mismo con mucha anticipación. Tanta que ya nos habíamos habituado a escuchar “el Gato anda muy mal”, “esta vez el problema es serio”, “no sabemos si sale de ésta”.
Así que la suya fue una muerte conversada desde comienzos de los años 90. O sea, unos 25 años anduvo el hombre indeciso de morirse. Algunos dicen que fue una táctica para que le quisiéramos, pero no me parece porque ese mimo lo tenía asegurado, más bien, creo que fue para que nos habituáramos y que no lloriqueáramos su ausencia.
En esos años 90 al Gato no le hacía ninguna gracia la idea de morirse. Y como sólo él era capaz de hacerlo, fue a hablar con Silo para “pedirle tiempo» para asomarse al nuevo siglo. Primero dijo “hasta el 2000” y luego, cuando advirtió el error corrigió “hasta el 2001”, como para ver el fin de un siglo y el comienzo de otro. Según él decía, el Maestro le había concedido ese lapso y cuando se cumplió, estaba -o parecía estar- en condiciones de pasar a otra cosa. Sin embargo, vivió 15 años más en los que mantuvo su militancia en el PH mendocino, apoyó actividades de la Marcha Mundial y la recepción del equipo que recorrió 62 países. También se sumó a la difusión de El Mensaje de Silo y continuó con su preparación personal. Para él, lo dicho por el Maestro sobre la transformación personal y social simultáneas, era una verdad absoluta. Fue un sabio de la vida.
La última vez que participamos juntos fue en el Parque La Reja, hace unos años, en una reunión nacional del Partido Humanista de Argentina. Había venido solo, enfermo y en ómnibus -unas 14 horas de Mendoza a Buenos Aires- y paraba en casa de una hija, en una localidad fuera de la capital federal. Pasamos un intenso día y a la noche se me ocurrió preguntarle si tenía cómo regresar, presuponiendo -con razón- que la respuesta era negativa. En síntesis, lo transportamos-Nélida, yo y alguien más que no recuerdo- y lo dejamos en la estación de Constitución. Su imagen yendo hacia el andén está firmemente anclada en mi memoria, asociada a su admirable disposición para vencer dificultades.
Quienes conocimos a Eduardo Lemos lo quisimos mucho y lo buscábamos en cada viaje a Mendoza para estar con él, hablar, conspirar y tomar café, vicios que compartíamos. Lo queríamos porque sí, porque su persona emanaba y suscitaba afecto. Pero también por sus gestos, sus dichos oportunos, sus preguntas inquisitivas, sus preocupaciones políticas, su imaginación, su permanencia en la acción. Estaba cómodo en su rol de personaje y se le respetaba y quería dentro y fuera del Movimiento Humanista.
No estoy triste. Ya aprendí con Silo y con otros amigos siloístas que, más allá de la contingencia de la muerte, seguimos en contacto. Le estoy agradecido por muchas cosas y porque, además de preparar su transición, también nos mostró cómo asumir la nuestra.
Él es parte de un gran Nosotros, intangible y eterno.
Insisto: no lo quitaré de la lista de contactos. “Con el Gato nunca se sabe…..”