20 de noviembre
La mañana del día 20 de noviembre de 1975, llegamos con un amigo a Madrid. Por primera vez. Veníamos de Grecia (Atenas/Corfú/Patras), casi toda Italia y algunas ciudades de Alemania, Suiza y Francia recorridas sin prisa en casi seis meses. Estuvimos en julio y en octubre en cursos quincenales dictados por Silo en la isla de Corfú -otro día les comento sobre esos cursos- y entre una camada y otra nos fuimos a echar un vistazo por las tierras de los abuelos de los argentinos.

El aeropuerto de Barajas rebozaba de policías y militares. Era el 20 de noviembre de 1975, recordemos, y siguiendo fielmente la Guía “Europa X diez dólares diarios” nos dirigimos al hospedaje reservado, frente al Palacio de Oriente, quinto piso por escalera y vista a la plaza. Entretanto nos habíamos enterado de la noticia que media sociedad anhelaba y la otra mitad temía: había muerto Francisco Franco Bahamonde, el “generalísimo”y “caudillo de España por la gracia de Dios”, entre otros títulos. El azar nos regaló uno de los mejores lugares para apreciar los exteriores del fastuoso y solemne espectáculo del miedo que provocó esa muerte.
Antes, la “operación Ogro había proyectado por los aires al Jefe del gobierno, el almirante Carrero Blanco y, junto con él, a los planes oficiales de la transición fijada por Franco para la instalación de la monarquía, una situación que no pudo enmendar Arias Navarro, el sucesor de carreo Blanco.
Después de ese 20 de noviembre del 75 vendrían años difíciles, inciertos. La proclamación del rey Juan Carlos I y el nombramiento por éste de Adolfo Suárez como jefe de la «otra» transición (la que desmontó el aparato del franquismo), el Pacto de la Moncloa, la legalización de las centrales obreras, el reconocimiento del Partido Comunista que permitió elecciones a las Cortes (Congreso) sin exclusiones, la Constitución Española en el 78, el nuevo gobierno de Suárez, esta vez por electo por voto popular, la moción de censura promovida por los socialistas y la dimisión de Suárez en 1981, Calvo Sotelo, “el Tejerazo” (un golpe militar en el Congreso que no prosperó por la acción del Rey Juan Carlos), y el encauzamiento definitivo de la democracia a finales del año 82 con la victoria de los socialistas. Una parte de esa historia reciente la vivimos mi mujer, mi hijo y yo, en España (Las Palmas de Gran Canaria y Madrid) en contacto con la gente, entre la gente, desde el 78 al 82.
Más tarde he vuelto casi todos los años a algún punto de España, el país que más amo después del nuestro y siempre advertía la dolorosa y lenta cicatrización de las heridas que dejó la guerra. Por lejos, el trauma más duradero y aún vigente. Este aniversario, el de hoy, se presenta como el canto del cisne para la nostalgia y el odio que dejó la guerra entre los españoles contemporáneos. Habrá que verlo.
La Ley de Memoria Histórica ha convertido en parte del patrimonio nacional la basílica que Franco mandó a construir con una nave más grande que la de San Pedro (el Vaticano le ordenó recortarla y ahora tiene una amplia antesala) y donde celebraban sus rituales los fascistas. Los símbolos del autoritarismo y la crueldad franquista también han sido prohibidos en su exposición pública, al igual que los actos conmemorativos.
Las prohibiciones son chocantes a la sensibilidad humanista, que también cuestiona su eficacia, ya que no siempre consiguen el resultado esperado. Es más, muchas veces alimentan una corriente subterránea contraria que vuelve a surgir más adelante y ahonda las diferencias. Ojalá que esta vez no sea así. En nombre de nuestros abuelos.